Me regalaste aquella planta de romero
que con tanto amor por su esqueje sembraste
y junto a la hierbabuena coloqué el tiesto...
Una maceta de barro vieja y con olor a Esperanzas que da color y vida a mi patio ahora limpio de tristezas.
Alegre la tarde. Lluviosa la noche.
Gotas de vida que fluyen del Cielo
para fusionarse en un mismo Ser.
Agua y Romero.
Y en la madrugada...
bañó la Lluvia de verano
las flores de mi alma.
Y en la mañana...
Vi nacer un nuevo día
y me di cuenta de cuánto me amabas.
Comprendí entonces tu amor.
Siempre callado y expectante.
Comprendí tu mimo y paciencia
cuando sembrabas tallos mordidos en la tierra.
Entendí por fin esos consejos codificados
que mi mente, entonces adolescente,
no supo descifrar por sobredosis de valentía.
Valentía estúpida y suicida propia de la edad,
hermanada con la imprudencia.
Dulce locura que aún y por pocas veces acompaña
a mi desmemoriada piel
a quien el Tiempo advierte una y mil veces
que toda ella pertenece al pasado.
Que toda ella pertenece al Ayer.
Aprendí la lección más dura de mi vida...
Conocer la Humildad y la Sabiduría.
Y todo ello con la esperanza
de vivir cada segundo.
Cada instante...
Cada día.
Dedicada a mi madre.
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